Kenley

Para todos los niños del mundo en su día (08-08-2010)

Kenley es el nombre de un niño haitiano, de apellido Silis, que vive en Puerto Príncipe, en el populoso barrio de Nazon, su casa está cerca de una de sus calles más importantes, la Rue Acacia. El 12 de enero de 2010 a eso de las 4 de la tarde su madre lo envió a la casa de su abuela, distante unos pocos metros de la suya. Con la inquietud que caracteriza a un niño de 6 años, Kenley salió disparado a cumplir el cometido, al llegar llama a los gritos a su abuela, le hace unos mimos, juguetea un rato, sale para el patio, corre a las gallinas y ya un poco más calmo, se pone a jugar con unas piedritas. A las 4.47 empieza a sentir algo raro, la tierra se mueve, mucho, tiene miedo, no entiende lo que está pasando. “¡Abuela!”, grita. La abuela responde “¡Kelito, no te muevas de ahí!” Kenley cada vez tiene más miedo, se quiere parar y se cae, se siente mareado, de pronto siente un golpe en la cara y en la mano y luego nada más. En algún momento y de alguna manera llega hasta la vereda y queda allí semiinconsciente y dolorido, sangrante, turbado, viendo con un solo ojo y sin comprender demasiado qué había pasado y qué estaba pasando ahora, escucha gritos, llantos, gente que corre desesperada, sirenas, bocinas, mucho pánico. Temblando de miedo sólo atina a acurrucarse contra una pared de la que quedaba sólo una parte en pie. Tras algún tiempo siente unos brazos que lo levantan, no alcanza a distinguir si es una persona conocida o no, tan sólo se deja llevar, sabe que no está bien, ya está un poco oscuro. Kenley no opone resistencia, está herido y necesita que alguien se ocupe de ello, los brazos que lo sostienen transmiten esa sensación de protección tan necesaria en momentos angustiosos y se entrega dócilmente a ellos tratando de olvidarse del dolor de sus heridas.

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Puerto Príncipe, la ciudad capital de Haití había sido afectada por un fortísimo terremoto.
No fue el epicentro, pero la magnitud del fenómeno fue lo suficientemente grande como para derribar una considerable cantidad de edificios y casas, entre ellos algunos sumamente importantes como el palacio de gobierno, el cuartel general de la Minustah (Misión de la ONU en Haití) y el Hotel Montana, el mejor de la ciudad y residencia de funcionarios destacados. Al desastre natural se sumaba entonces que el sistema de poder había quedado desmembrado, lo cual, en situaciones de esta naturaleza hace sumamente difícil la adecuada y necesaria toma de medidas para reaccionar ante esta contingencia.
A las 18 horas oscurecía y la de por sí escasa luz artificial se había anulado totalmente. Uno de los pocos lugares de Puerto Príncipe que había quedado iluminado era el Hospital Militar Reubicable de la Fuerza Aérea Argentina convirtiéndose así en la única entidad que podía brindar asistencia en salud para una ciudad de dos millones de habitantes golpeada brutalmente por la naturaleza.
El hospital había resultado afectado, no en su estructura edilicia, sino por la caída de gran parte de su mobiliario, pero la actitud decidida de sus integrantes había hecho que en poco tiempo quedara nuevamente funcional. La gente se agolpaba en el portón de entrada en un triste espectáculo pidiendo auxilio para sí o para sus parientes o para sus amigos que llegaban, muchos de ellos, con lesiones muy serias. El personal de seguridad del hospital, con una lógica necesaria, regulaba la entrada de heridos en base a la disponibilidad de espacios y personal para su atención.

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En medio de este casi brutal clima de tensión y forcejeos, porque la desesperación en estos casos hace actuar quién sabe de qué manera, un policía -algunos dicen que era nigeriano, otros que era español-, sostenía en sus brazos a Kenley, esperando el momento propicio. Gracias a su investidura, a su habilidad para manejarse en tumultos y a su fortaleza física logró acercarse hasta la puerta de entrada y en una de esas esporádicas aperturas, bajó al niño de sus brazos, lo empujó y lo alentó con un “¡Go, go!”. Y Kenley salió trastabillando, se cayó, se volvió a levantar, vio cerca de él la figura de un médico y su instinto de supervivencia lo hizo aferrarse fuertemente a las piernas de éste; ya estaba adentro. Presentaba importantes lesiones en la parte superior de su ojo derecho extendida hasta la parte media de su frente y en la parte inferior hasta la altura de su boca. Su cara era una masa sanguinolenta que producía impresión en el neófito y lástima en el entendido. También tenía lesiones de diversa magnitud en su mano derecha. Por tratarse de un niño y por el tipo de lesiones que presentaba fue atendido prontamente y por especialistas para cada una de las áreas afectadas. Requirió, por lógica, la correspondiente internación; a su lado había otra niñita haitiana que estaba acompañada por su padre.

Decenas, centenas o quizás miles de padres vagaban por Puerto Príncipe buscando a sus hijos y viceversa. Muchos individuos pertenecientes a Naciones Unidas o a Organizaciones No Gubernamentales que prontamente desembarcaron en Haití colaboraban en este aspecto.

Kenley era un huérfano más, circunstancial, quizás temporario, era imposible determinar si se trataba de un huérfano real o de padres no ubicables.

Permaneció internado, evolucionando favorablemente, el tratamiento de las heridas de la cara iba produciendo mejoras notables, una cirugía en la mano realizada por el traumatólogo Gonzalo Teijeiro la dejó casi con plenitud funcional. El personal del hospital, tanto del equipo de salud como muchos del área logística, pasaban a verlo de manera constante y a veces sin excusas válidas, por el sólo hecho de estar cerca, ya sea para acompañar o para sentirse acompañado por este pequeñuelo que estaba dejando improntas en el corazón de muchos. El idioma era una barrera que se transponía con ayuda de los traductores; el personal, luego de seis meses de estancia en el lugar, tenía algunos rudimentos de la lengua sumado a la típica comunicación por señas que se produce entre personas que hablan idiomas diferentes.

Cuatro días después del terremoto entró al hospital Marina, la bioquímica. Venía cansada físicamente y sicológicamente agotada por todo lo que representó el terremoto. Una parte del personal estaba mal por lo ocurrido, por el trabajo y porque el regreso a Argentina que estaba previsto para fin de enero parecía que se postergaba por dos meses más. Eso configuraba un ambiente muy denso que producía un desgaste adicional. Con ese estado de ánimo Marina llegó a la cama de Kenley, éste la miró, levantó una mano en señal de saludo y movió los únicos tres dedos que podía movilizar de ese miembro, además largó toda la sonrisa de que era capaz a través de los esparadrapos que le cubrían una buena parte de su cara. Marina sonrió débilmente, retrocedió y salió corriendo hacia su habitación donde se puso a llorar durante largo tiempo y a pesar de que el llanto puede ser en ocasiones malo para el corazón, en esta oportunidad sucedió todo lo contrario pues fue liberador y energizante, ya que le insufló de una nueva vitalidad. La simpleza del alma de ese niño que a pesar de su estado, de estar en un medio en el que no podía hacerse entender y tampoco comprendía lo que le decían, tuvo la grandeza de expresar su amor con un gesto tan simple como un saludo. A pesar de la situación en que se encontraba, hallaba la manera de levantar el ánimo de los que le rodeaban.

Al quinto día una cantidad de agua superior a la habitual empezó a inundar la conjuntiva de los ojos de Kenley, esta cantidad fue creciendo hasta transformarse en una gota, de esas que reciben el nombre de lágrima, luego otra y otra, más tarde un quejido débil y más tarde aún un llanto sostenido. La sensación de sentirse a salvo, el estar contenido en cierta manera, la buena alimentación y la evidente mejora de su salud, no fueron elementos suficientes para paliar una ausencia física y sentimental tremendamente necesaria: la materna.

Los miembros del equipo de salud son plenamente conscientes de que para el proceso de curación no sólo es necesario una serie de acciones físicas sino también sicológicas que el profesional debe llevar a cabo para estimular al paciente, así que, ante la circunstancias que se presentaban en Kenley, por ese síndrome de ausencia, empezaron a desplegar todo un arsenal sicoterapéutico que consistía lisa y llanamente en representar el papel de padres sustitutos en todo su potencial.

Puerto Príncipe todavía estaba conmocionada por lo ocurrido, la tarea de búsqueda de sobrevivientes se desarrollaba a pleno, los heridos estaban curando, los que quedaron vivos estaban con un stress postraumático muy importante, los comercios que habían quedado ilesos estaban reabriendo paulatinamente sus puertas, el hedor y la pestilencia que emanaban de los cuerpos que se estaban recogiendo o que habían quedado sepultados era por momentos insoportable.

La terapia con suero y antibióticos de Kenley estaba casi totalmente cumplimentada y las circunstancias hacían que fuera imposible conseguir insumos materiales así que la primera consigna era sacarlo del hospital. La imaginación se fue agudizando entre varios de los miembros de la misión Haití XI. Con pantalones y casacas del personal de salud se le confeccionaron improvisadas vestimentas, alguien tenía unas pantuflas que había traído de alguna de sus licencias, las recortó adecuadamente y el mocoso, ya recuperado, correteaba plafplafeando en sus desplazamientos.

También se le regaló un autito a control remoto que por momentos trataba con cierta torpeza, hecho un tanto habitual en niños de su edad que de acuerdo a la información que él proporcionara era de seis años. Regalos comprados para ser llevados a Argentina destinados a los hijos o nietos de los miembros del contingente pasaron a manos de Kenley. La sala de médicos por momentos se transformaba en un potrero en el que la puerta de entrada a la sala de terapia intensiva hacía las veces de arco.

El hospital había cambiado en algunos aspectos por su presencia, muchos de los sesenta integrantes del mismo estaban bobalicones por el deambular de Kenley. Corría para todos lados, se sentaba cerca de alguien, intercambiaba sonrisas, alguna caricia. Su permanencia era fugaz, de repente estaba sentado o a upa de algún otro. Muchos se encariñaron terriblemente con él durante su estancia.

Mientras se le practicaban las intervenciones y curaciones permanecía hidalgo y estoico sin haber derramado nunca una lágrima y levantando su cabecita para tratar de avistar lo que le estaban haciendo. Curiosa, o no tan curiosamente, esas lágrimas y llantos fluían raudamente cuando se lo llevaba debajo de la ducha para el habitual baño.

Mientras tanto los padres no aparecían, podrían haber muerto en el terremoto. La presencia de un niño en ese entorno, si bien era agradable, se estaba transformando en un problema. Ana, una sicóloga portuguesa que trabaja para Naciones Unidas, le tomó una foto, imprimió varias copias y, tal como hizo con muchos otros niños, éstas fueron distribuidas en diferentes puntos de la ciudad.

El 23 de enero, a once días del terremoto, Kenley tenía un estado de salud bueno, estaba restablecido y hacía ya algunos días que podría haber sido dado de alta. Entonces apareció una mujer de unos cuarenta años, menuda, bastante bonita, que decía ser la madre. La tarea siguiente consistía en determinar la veracidad de esta afirmación. Kenley Silis no tenía documentación, la madre tampoco, hecho bastante habitual en este país. Había que tomar precauciones, pues el comercio de niños es un hecho muy frecuente en Haití, y las características sociales y políticas posteriores a un terremoto, magnificadas por tratarse de un país como éste, constituyen un ámbito propicio para apropiarse de ellos. El encuentro de la madre con el hijo fue poco efusivo, como distante, o así lo pareció, no se produjo la tierna escena de abrazos y de lágrimas que uno espera, solamente una mirada intensa y muy prolongada entre ambos en la que el lenguaje del silencio era de una verborragia impresionante para el que supiera escucharlo. Luego la madre se aleja para ir a dialogar con el jefe de la misión y allí sale Kenley disparado detrás de ella, se aferra a su mano y a su antebrazo para no soltarla más. No quedaban dudas: era su madre.

Por alguna razón que se desconoce, la mujer no tenía mayor interés en llevarse consigo al niño, tal vez con la esperanza de que si él se quedaba en el hospital su vida podría ser más feliz, se rumoreaba que ella había perdido otros dos en el terremoto. Luego de algunos cabildeos ella termina llevándose a su hijo mientras que se le aseguraba el control médico en días posteriores.

Bajo el sol del mediodía del Caribe, una veintena de personas derraman sus lágrimas y levantan sus manos saludando a un Kenley que se aleja con una sonrisa y un pulgar levantado.

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Al día siguiente llegó Jorge, el nuevo farmacéutico, a formar parte del equipo de salud con ocho integrantes más. Junto a Gonzalo, el traumatólogo que había venido unos días antes y que operó la mano de Kenley, constituían el personal de "refresco" de la misión. Las historias que se escuchan de los que quedan del Haití XI son muchas, muy variadas, ricas, interesantes, pero hay una que se destaca, por la forma en que es contada, por su emotividad, por su sensitividad o vaya saber por qué razón: la de Kenley.

Pasa el tiempo, dos o tres meses y Kenley no regresa al hospital. Preguntas como: “¿qué será de la vida de este muchachito?”, “¿se habrá curado bien?”, “¿estará con sus padres?”, y hasta la de “¿vivirá?”, no tenían respuesta, Kenley en cierta manera había desaparecido.

Jorge comenzó entonces una búsqueda persistente, sistemática y tenaz, hablando con todos aquellos que habían llegado a tener contacto con el niño o con la madre. Cuando todo hacía parecer que la búsqueda sería infructuosa, en un diálogo con Cristo, uno de los traductores que trabajan en el hospital, recabó la información de que uno de los choferes de la misión anterior, el flaco Ariza, lo había llevado hasta su casa. El flaco es todo un personaje, tiene tres o cuatro misiones Haití en sus espaldas, conoce Puerto Príncipe como la palma de su mano. Consultado en tal aspecto, remitió al toque una descripción verbal y un mapa de Google Maps, en el que marcaba el camino con una increíble exactitud aparente.

Transcurre el último mes de la misión, así que no queda mucho tiempo para intentar el hallazgo. Jorge y Gonzalo consiguen el permiso de un vehículo para el intento. Tras una prolija búsqueda en Google Maps y con un mapa físico en mano, el sábado 10 de julio a las tres de la tarde parten con el chofer y Maxon, otro de los traductores que además es un tipazo.

La llegada es bastante rápida, unos 20 minutos, es un barrio sumamente caótico, sus calles, como la mayoría de las calles de Puerto Príncipe, son sinuosas, con subidas y bajadas, y muy angostas, pasan dos autos casi rozándose. Ésta fue una de las zonas más afectadas por el terremoto. Intentan ingresar por una de las vías estudiadas, a poco de andar se encuentran con que estaba parcialmente obstruida por los escombros. Caminan un poco, mientras tanto preguntan a todos, Maxon en creole, los demás en inglés, a veces en español. Los minutos pasan, se hace tarde y pronto empezará a oscurecer, pero la convicción del encuentro no da lugar a la duda en los aventureros. Se suben de nuevo al vehículo e intentan el abordaje desde otro lado, llegan a un punto en que tampoco se puede avanzar porque la calle era muy angosta y empinada, así que continúan a pie haciendo lo mismo, preguntar y preguntar, hasta que encuentran a una morena haitiana cuya masa grasa es directamente proporcional a su simpatía y si bien no era demasiado linda se transforma en hermosa al expresar que ¡conoce a Kenley!, le piden que los conduzca hasta él. La mujer empieza a hacerlo pero un hombre con el que habían hablado previamente la detiene, quiere asegurarse de para qué lo buscan, pues sospechaba y con lógica. Maxon le explica en creole que eran médicos del hospital argentino que habían conocido a Kenley cuando estuvo internado y querían ver como estaba, así que continúan, casi dando saltitos de contentos por la proximidad del encuentro, la casa está en una subida. Gonzalo avanza, sube unos peldaños y se encuentra con Kemley, lo abraza. Jorge estaba exultante, tratando de sacar fotos apuntaba y disparaba con prisa y emoción, luego pasa la cámara a Maxon y abraza al pendejo, a Gonzalo no se le caían las lágrimas, lloraba directamente, Jorge también lagrimeaba bastante, Kemley estaba bárbaro, las cicatrices apenas se le notan y la manito está perfecta, les presentan a la madre, bastante linda y joven, le explican todo y ella cuenta que hace unos días Kenley le había dicho que quería ir al hospital porque “tenía amigos allá”. En un momento el pibe se asustó un poco, no debía entender muy bien por qué lo abrazaban y besaban tanto, a Gonzalo parece haberlo reconocido, él le había arreglado la manito, a Jorge no lo conocía, a Maxon quizás no lo recordaba, así que se fue, se escondió, y subió para su casa; su nueva casa, que consistía en una especie de carpa construida en el techo de una vivienda vecina a su casa original ahora reducida a un montón de escombros, también subió su madre que lo cambió, le puso unos pantalones y una camiseta como la de algún equipo de basket. Le habían llevado algunos obsequios pero había que ir hasta donde estaba el vehículo, así que se fueron calle abajo todos contentos, a la madre se la veía muy feliz, la gorda que los había llevado hasta la casa seguía formando parte de la comitiva. Al llegar al vehículo Gonzalo le da una camiseta de Argentina, también le habían llevado algo de ropa, un juguete, unas golosinas y una caja grande con alimentos no perecederos que obtuvieron del hospital. Kemley pedía yogurt, alimento éste que había conocido durante su internación y cuyo sabor dulce lo fascinaba.



Le preguntaron a la madre si lo podía llevar algún día al hospital, respondió que sí inmediatamente y acordaron para el lunes al mediodía, para que fuera a almorzar. Le dejaron dinero para el transporte y se despidieron. Un regreso festivo, un objetivo altamente emocional logrado. Ya en el hospital, Gonzalo y Jorge se funden en un gran abrazo y lloran juntos de felicidad.

El lunes 12 de julio a eso de las 13:45 cuando ya parecía que la cita no se cumplía apareció el pendejo con su madre, bien vestido, súper limpio, tal como se caracteriza gran parte del pueblo haitiano, aún dentro de su pobreza y su humildad tienen una indumentaria siempre bien conservada y muy, pero muy pulcra. Se sentó a comer, por supuesto que su comida preferida: el yogurt. Los flashes de las cámara se disparaban por doquier, a cada rato se requería la presencia de uno de los asistentes de cocina haitiano, Felow, para que oficiara de traductor porque sólo hablan creole, así que de a poco se fue conociendo que son cuatro hermanos, Kenley es el menor, las otras 3 son mujeres, la más grande de 18 años, las mujeres son de un padre, Kenley de otro, el padre no está con ellos, no sé entendió bien dónde está, parece ser que luego del terremoto se fue a vivir a otro lado. El jueves 15 Kenley cumple 7 años, así que se le propone hacer la fiestita, se le dice a la madre que venga con sus hijas. No tienen teléfono. Uno de los médicos tiene uno que no usa, así que le compran un chip y una tarjeta y se lo regalan, así se puede mantener un contacto en el futuro. El niño en un momento salió afuera y se fue derecho a uno de los dormitorios, era el que habitaba antes uno de los médicos que lo había atendido, pero él ya no estaba, se había ido con la otra misión. La madre comentó que había tenido que abandonar el colegio porque no tenía dinero. Luego de comer hacen una recorrida por dentro del hospital pasando por la cama que había ocupado. Cuando llegó el momento de retirarse Kenley se empacó, no quería irse, la madre se lo tuvo que llevar a la rastra y llorando, quizás era una manera de demostrar el bienestar logrado en el hospital o el sentido de pertenencia que con esta entidad había cosechado. Por una de esas coincidencias cronológicas y de una manera en absoluto no premeditada Kenley había regresado al hospital que le aseguró la continuidad de su vida, en ese 12 de Julio, exactamente seis meses después del terremoto, cuando las cadenas de noticias de todo el mundo nuevamente volvían a recordar a este olvidado país.

El jueves 15 alrededor de las 16 horas regresa al hospital Kenley vestido con prolijísimo pantalón negro, impecable camisa blanca y zapatos radiantes por el lustre, radiación que quedaba opacada por la de su piel, sus ojos y su sonrisa. Vino acompañado de su madre, dos de sus hermanas y un tío que balbuceaba algo de español. La fiestita transcurrió entre sonrisas, gestos, y señas de buena voluntad debido a la barrera idiomática, que nuevamente era salvada por momentos por los traductores que se acercaban al comedor, lugar elegido para el evento, y permitían que, a través de su interlocución, se generaran algunos diálogos.



Una fiesta de cumpleaños clásica, con una torta preparada por los cocineros, algo que hacía las veces de vela, el cántico, los regalos y Kenley, que a esta altura de los acontecimientos cometía un homicidio no culposo sobre su sexto pote de yogurt, configuraban ese entorno mágico propio de la mayoría de las fiestas conmemorativas de natalicios.

No sin cierta tristeza llega el momento de la despedida, la mayoría de los presentes, ese círculo humano de idolatradores de Kenley, tienen la casi segura sensación de que es la última vez que verán a este niño en su vida, y disfrutan de la marca que él ha dejado en sus espíritus. Se aleja acarreando con sus manos y brazos unos cuantos juguetes, los bolsillos llenos de golosinas y la promesa de alguien que se va a hacer cargo del costo de sus estudios, aunque eso tenga para él demasiada poca importancia en comparación con los juguetes y las golosinas. Cerca ya del portón de salida se da un cuarto de vuelta y, como puede, libera su mano derecha y les brinda la clásica imagen: pulgar en alto y una gran sonrisa, todo un símbolo.



El terremoto, la lesión, la llegada casi fortuita al hospital y todo un conjunto de causales naturales y humanas modificaron el destino de este niño, de una muerte probable a una vida con alguna garantía de éxito, futuro nada despreciable en uno de los países más pobres de este desigual y tan poco humano, o tan humano, mundo.

Hay quienes aseguran que los nombres tienen significado aunque esto pueda ser no más que un juego semántico. Según ellos “Kenley” significa “desde el prado del rey”. Antes del terremoto tenía muchas probabilidades de que su vida transcurriera en la oscuridad de las catacumbas, ahora se le abrió una puertita, aunque sea pequeña, de alcanzar esos prados.

Agosto de 2010

4 comentarios:

  1. Un gran y sentido abrazo. Vos Jorge bien sabés lo que siento y pienso aunque no te lo escriba luego de cada lectura.

    Pablo Barenboim

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  2. Gracias por ser mi papá de corazón, sabes vos muy bien que el legado y lo que te propusiste para brindarle lo que tanto necesita nuestro kenley, será tambien la mía. Un cierre de misión Haiti XII magestuoso y con lagrimas de alegría. Abrazo fraternal como me enseñaste.

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  3. En realidad quienes nos enriquecemos somos nosotros, los que leemos tus experiencias en Haití, gracias por compartirlas! Hermosa la historia de Kenley, como creo que también será su futuro....
    Cariños
    Adriana

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  4. Jorge: Que alegría conocer de otro compatriota que comparte este sueno! me pone muy feliz, con mi esposa estamos en Estados Unidos, yo estoy en la universidad pero ya estamos preparando todo para irnos para africa! es nuestra idea tener un orfanato, pero nos gustaría saber en que manera te podemos ayudar!!! TE ESCUCHE POR LA CONTINENTAL!...me gustaría ponerme en contacto con vos!...

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